Los tesoros escondidos en tu cuerpo (parte 2 de 4)
Estar en equilibrio es un asunto dinámico. El cuerpo responde
continuamente a todo cuanto sucede, dentro y fuera. Lo hace de forma automática,
sin que tengamos que preocuparnos por ello, a no ser que un suceso o una
enfermedad nos hagan caer y nos dejen postrados… en la horizontal, o sea, en una
relación con la fuerza gravitatoria que favorece la curación y reorientación
hasta que estemos en condiciones de nuevo para incorporarnos, volver a ponernos
de pie y caminar… o morir.
Con cada paso perdemos el equilibrio y lo volvemos a
recuperar para iniciar el siguiente. La pérdida de equilibrio es lo que nos
permite avanzar. A fin de cuentas, vivir la vida implica momento a momento abandonar
el estatus quo, dejar atrás el equilibrio habitual y avanzar hacia uno nuevo.
“No puedes bañarte dos veces en el mismo río,” dijo uno de los antiguos
filósofos griegos.
No obstante, el cuerpo siempre busca el equilibrio y lo
encuentra. La cuestión es ¿qué clase de equilibrio? Lo ideal es un equilibrio a
base de apoyo en el que todos los elementos de la estructura se organizan
alrededor de un eje de tal forma que la fuerza gravitatoria de la Tierra los sostenga
con un mínimo de esfuerzo. Es decir las fuerzas necesarias para mantener esa
estructura y moverla están distribuidas de forma equilibrada a través de toda
la estructura. Una estructura de estas características se mueve con libertad, es
capaz de responder momento a momento a las circunstancias que continuamente van
cambiando, y expresa la creatividad inherente en la vida.
Pero lo más normal es un equilibrio a base compensaciones
que se mantienen con una musculatura contraída y tejidos conjuntivos engrosados
y endurecidos. Algunos segmentos del cuerpo se alejan del eje en una dirección
para compensar a otros que se alejan en otra dirección, y reducen el espacio
central del cuerpo. Cuando la cabeza se adelanta, la espalda tiene que hacer un
esfuerzo para asegurar que la persona no se dé de narices contra el suelo. Con
una inclinación habitual de la cabeza hacia la derecha, todo el lado derecho
del cuerpo queda comprimido por un exceso de carga, a la vez que el izquierdo queda
sujeto a una tensión constante ejercida por el peso de la cabeza tirando de él.
Esta clase de equilibrio forzado no sólo resta de la libertad de movimiento y
quita capacidad de respuesta. Las tensiones que la persona necesita para mantener este equilibrio merman la creatividad de la vida que se expresa a través de ella,
y supone una carga para la salud. Todas las percepciones pasan
por el filtro de esas tensiones. Parece que siempre hay oponentes que vencer y
opresores que intentan aplastarle a uno. Además, la velocidad de la vida
moderna parece imponer un ritmo que cuesta sostener sólo con gran esfuerzo.
La tensión literalmente nos separa del suelo y nos mantiene
en conflicto con el campo de fuerza mayor del planeta, el campo gravitatorio de
la Tierra. Es evidente si la tensión tira hacia arriba, en la dirección opuesta
al flujo de la fuerza gravitatoria. Pero también cuando la tensión tira hacia
abajo, o sea en la misma dirección, fuerza los diferentes segmentos fuera de
eje de modo que el propio peso nos aplasta. Aun cuando es la tensión de nuestros propios
músculos que genera este distanciamiento del suelo, que es la base de apoyo en el mundo
material de cual cada uno de nosotros es una parte, la sensación suele ser que
es el mundo el que se distancia de nosotros o que nos aplasta con sus exigencias.
Es la tensión lo que nos distancia del mundo natural y nos
hace perder conciencia de que pertenecemos a la naturaleza y somos parte de
ella… de que somos naturaleza. Nos distancia también de nuestra propia
naturaleza, de lo que somos como seres vivos, y de la comunidad de todos los
seres vivos. Así nos quedamos aislados, individuos solitarios que se esfuerzan
por hacer valer su independencia frente a fuerzas externas que parecen impedirla.
Pero es posible reconocer la tensión que nos separa y volver
a encontrar el camino a casa, al lugar en el mundo en el que encontramos
refugio, nos sentimos seguros, donde pertenecemos. Podemos encontrar este lugar
en el espacio que ocupamos con nuestro cuerpo al reconocer su relación con su
entorno físico. Al poder sentir esta relación es posible orientar el cuerpo con respecto al flujo de la
fuerza gravitatoria y encontrar formas equilibradas que ofrecen apoyo para poder atravesar
hasta las dificultades más prolongadas, descubrir e desarrollar soluciones creativas, capaz de
responder a los requisitos de cada momento. Así curamos en nuestro propio
cuerpo la separación que está llevando las culturas modernas al borde del
colapso.
Pero no tenemos tiempo que perder. La naturaleza
necesita que nos demos cuenta de que como colectivo humano no podemos continuar
comportándonos como lo venimos haciendo. Cada persona cuenta. Seguramente hay muchas
formas para volver a establecer la conexión. Sin duda, la vía más inmediata y directa
es a través de la conciencia de la relación entre el propio cuerpo y las
cosas del mundo material con las que entra en contacto, el suelo, la silla, el
sofá, la cama y el espacio alrededor. Para cultivar esa consciencia se prestan los movimientos respiratorios. En forma de aire, el espacio alrededor
penetra en los espacios interiores del cuerpo, los expande y abastece de
energía para dejar lugar, luego, a un descanso profundo hacia el centro del
cuerpo y el suelo, para volver a expandir la forma del cuerpo entero y los
espacios en su interior y, de nuevo, descanso hacia dentro y hacia abajo…. Así
ganamos acceso a la creatividad inherente de la vida que
reside en cada uno de nosotros y cultivamos nuestro impulso creativo. Nos ayudará a encontrar soluciones, mientras
respondemos a los sucesos de cada momento desde una base fundamentada de
comprensión y sabiduría, en vez de reaccionar con los automatismos habituales
de codiciar lo que nos imaginamos que nos va a dar placer y rechazar lo que no nos
apetece.
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