Hay un silencio que da acceso al propio ser interior y a la conexión con los demás. Si nos encontramos con otro en esta dimensión compartida, no hacen falta muchas palabras para entendernos. Pero para muchos es difícil transitar hacia este silencio, porque en el camino nos encontramos con otra clase de silencio, un silencio que aísla las personas, impidiendo el acceso a su propio ser interior y a un contacto profundo con sus congéneres, un silencio fruto de traumas y culpas inconscientes que se manifiesta con síntomas y enfermedades del cuerpo y de la psique, con actos fallidos, adicciones, fracasos y bancarrotas.
De las personas adultas en 1936 muy pocas quedan con vida. Muchas se llevaron a la tumba el relato de experiencias que no pudieron metabolizar, ya sea por la intensidad del impacto traumático, sea por los peligros inherentes a hablar de lo que sentían en el contexto de la represión bajo el régimen franquista, sea por haber participado en la rebelión contra el orden democrático del Estado de Derecho o haber cometido injusticias a la hora de defenderlo, sea por haber participado en la represión violenta de la disidencia, sea por creerse poseedores de un derecho superior al de otros, sea por la impotencia al haber sido testigo de la violencia y la injustica sin saber qué hacer para impedirlas y ayudar a las víctimas, o por haber mirado a otro lado para no ver lo que estaba pasando, o bien por haberse escondido para no tener que tomar partido. Para metabolizar esas experiencias habría sido necesaria la palabra. Habría sido necesario poder compartir con otros lo que se siente, reconocer la culpa y la vergüenza por el daño que se ha causado, admitir el derecho equivalente de otros, hacer frente al miedo y poner límites a la impunidad de la violencia y la injusticia, comprometerse en la convivencia con los congéneres, o negarse a participar en conductas contrarias al sentido de la propia ética.
En el contexto de la violencia del régimen impuesto por los vencedores de la sublevación es de lo más comprensible que esas palabras -que habrían podido ayudar a metabolizar la experiencia y volver a restablecer un equilibrio interior- no pudieron ser expresadas. En la psique de los vencedores, de los vencidos y de aquellos que se alinearon con los vencedores de forma circunstancial lo no metabolizado se consteló como complejo autónomo por debajo del umbral de la conciencia. Allí permanece latente en tiempos de calma y en situaciones de estrés se activa, sobre todo, si la situación estresante guarda cierto parecido con la situación del trauma inicial. Así da lugar a repeticiones del trauma y a una variedad de síntomas. Mantiene la persona atrapada en las conductas rituales jerárquicas y territoriales de la parte más antigua del sistema nervioso que compartimos con los reptiles y dinosaurios, eclipsando aspectos mamíferos y humanos de su naturaleza. La condena a un exilio interior o exterior.1
Mientras esa primera generación no ha podido hablar de lo que vivieron, de lo que hicieron y no hicieron, de lo que sentían y pensaban, sus hijos se adaptaron a la vivencia de sus padres de un modo u otro. Aquello de lo que sus padres no pudieron hablar, en la segunda generación se convirtió en algo indecible2 porque, más allá de algunas anécdotas, los hijos no tenían acceso a las palabras que habrían hecho posible una representación verbal de los sucesos que sus padres mantuvieron en silencio pero que, aun así, marcaron su vida. La interacción entre padres e hijos quedó determinada por un silencio que encubrió contenidos con una elevada carga energética a la cual los hijos no pudieron sustraerse. Y no pudieron verbalizarla por falta de palabras capaces de representarlos. Así padres e hijos estaban aislados en el silencio, anhelando el contacto profundo inherente a su relación biológica, sintiéndose culpables por creerse malos padres y malos hijos por no ser capaz de entablar el contacto que consideraban que deberían ofrecer los unos a los otros, ligados por la carga energética de lo no dicho.
En la tercera y la cuarta generación el silencio continúa. Aquello de lo que en la primera generación no se podía hablar, lo que en la segunda era indecible, en la tercera y cuarta es impensable.3 Quedan sensaciones, sentimientos, imágenes inconexos con una carga energética que produce síntomas. Pero sin el conocimiento de las condiciones iniciales en las que esas sensaciones, esos sentimientos, esas imágenes tuvieron su origen, no es posible entenderlas. Nos creemos que se deben a cómo somos, a un aspecto oscuro, desconocido de nuestra personalidad o de nuestro carácter, o a enfermedades del cuerpo o de la psique que nos sobrevinieron de un origen desconocido. Mucha gente cree que se siente así por lo que otras personas hacen o no hacen, sin tener conciencia de que esas sensaciones y esos sentimientos están grabados en su cuerpo, y las otras personas, como mucho, las han tocado de un modo u otro.
La experiencia muestra que si reconocemos algunos de esos elementos que llegaron a nosotros desde las generaciones anteriores, podemos llegar a comprenderlos en el contexto en el que se originaron y dejar la carga energética con las personas a quienes les corresponde. Así no solo nos quedamos más libres sino que, además, podemos establecer un contacto profundo con nuestros padres y abuelos, incluso más allá de la muerte, porque el obstáculo que mantuvo el silencio se desvaneció. Entonces se puede restaurar el equilibro interior y recuperar la salud.
Vencer la barrera del silencio mientras los padres sigan con vida, puede significar sentir, en algunos casos por primera vez en la vida, una profunda conexión con ellos y la vida toda, o poder dejarlos libres para irse en paz, cuando les llegue el momento. Vencer la barrera del silencio antes de morirse puede significar sentir, en algunos casos por primera vez en la vida, una profunda conexión con los hijos y dejarles el legado más importante de la propia vida interior.
“No puedo decirle esto, le haría daño.” Movidos por el amor, a menudo, tanto padres como hijos quieren proteger al otro de un dolor que, de hecho, hace sufrir a ambos, a cada uno en su burbuja aislada del otro. Pero lo que importa no es el dolor sino el amor que los une. Compartir el dolor lo alivia del mismo modo que compartir la alegría la aumenta de forma exponencial.
“Tengo miedo de si le digo esto se enfadará.” El temor al conflicto mantiene a ambos en el aislamiento del silencio. Si existe el peligro de una reacción violenta, seguramente es síntoma de un trauma no resuelto o una culpa inconsciente y abordarlo de forma concienzuda y cautelosa puede rescatar la persona de su aislamiento. No puedo imaginarme cómo me sentiría si supiera –o sospechara- que mi abuelo o mi padre haya dedicado años de su vida a llevar a otros de paseo y haya dejado sus cuerpos tirados en la cuneta, si mi abuelo, mi padre, mi marido o uno de mis hijos se comportara de forma violenta contra otros, contra mí o contra sí mismo. Lo que sí sé es que necesitaría hablar con ellos de verdad. Aunque lo que se haya silenciado no sea tan extremo como este ejemplo, un intercambio significativo es posible únicamente si lo que se comunica es la verdad de lo que ocurrió, de lo que se hizo o no se hizo, de lo que se sintió, y si lo que se comunica es recibido de verdad.
Entonces ambas partes pueden compartir palabras y silencios que los unen, no solo entre ellos, sino con toda la vida en todas partes. Entonces el amor puede fluir.
¡Feliz Navidad y un próspero año 2020!
(c) Brigitte Hansmann
Análisis de Patrones Arquetípicos y DFA Reconocimiento de Patrones Somáticos
www.dfa-europa.com
1 Miñarro, A. Identitat,
exili i salut mental, en Miñarro, A. and Morandi, T.. Trauma i Transmissió,
Efectes de la guerra del 36, la postguerra, la dictadura i la transició en la
subjectivitat dels ciutadans, Barcelona, Fundació CCSM, Xoroi Ediciones, 2012, p.
155
2 Pijoan i Pintó, J. La reconstrucció en grup de llaços desfets, ibid. p. 141
3 ibid.